11 de marzo de 2012

Viendo vivir y viviendo.

Dos chavales que serían de mi edad estaban riéndose abrazados en la plaza que se ve desde mi balcón. Él, sentado en la piedra, de espaldas, estaba inclinado un poquito hacia detrás, tumbado seguramente por el peso que le ejercía su novia, que le abrazaba cariñosamente. En cuanto hablaban, no podían evitar reírse juntos, y se besaban, a veces. Las puntillas que cubren parte de mi balcón me impedían ver la mirada de la chica, pero juraría que sus ojos resplandecían de alegría. O por lo menos, me gusta imaginármelo.
Y la situación se hizo aún más graciosa cuando, tras seguir tocando el piano, oí más risas, pero esta vez más y más agudas. Me levanté de nuevo y los dos jóvenes ya no estaban. Vi a unos niños correr en círculos por el monumento, jugando al pilla-pilla, alocados, pequeñitos y frágiles. Una niña con un abriguito rosa estaba un poco más apartada, tambaleándose un poco a cada pasito que daba. Pero otro niño se le acercó corriendo e intentó esconderse detrás de su diminuto abrigo para que no le pillasen, sin resultados. Chillaban, gritaban sin sentido y, finalmente, se reían. Eran niños.
Yo me volví lentamente, decidiendo que sería mejor seguir tocando. Pero no pude evitar sonreír, pues a pesar de no verlos ya, seguían riéndose, seguían ahí, frágiles, inocentes, pero muy, muy felices.
Me senté de nuevo en el taburete, sonriendo, y seguí tocando Bach, sonriendo.
Cuán maravillosos pueden ser unos instantes. Cuán maravilloso puede ser vivir.

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