30 de junio de 2012

La percepción del estío

Bien distinta, desde luego, dependiendo de cada cual...
Hay quien lo vivió como un cansado y sufrido calor, con la vida encerrada en cuatro pájaros, con la pasión desatada en una espontánea tormenta de verano...


Hay quien lo sintió con una atmósfera pesante, con pasión, sutileza femenina y arrebato masculino, un estío sensual, dramático y complejo en su más simple naturaleza...


Y otros lo conciben como un momento recostados, viendo cómo juegan los niños bajo el sol. Silencio, calor, luz, brisa leve. Recuerdos...



Es importante saber qué es para uno mismo el verano. Es importante conocernos en cualquier estación del año.
Así, yo soy plenamente consciente de que no soy la misma. No, cambio mi estado de ánimo, muto a cada mes. El tiempo, la luz, las hojas de los árboles...
No es tan difícil como parece. Párate un momento, sí, tú, y observa un árbol. Míralo, no es el mismo. Siéntelo. Eres tú.
El caso es encontrarte. El caso es saber qué te ocurre cuando, tumbada en tu habitación, no quieres moverte, no necesitas moverte.
Y te distraes minuto tras minuto con tu polo de horchata de sesenta céntimos.
Y no necesitas nada más para sentirte llena. No llena, rebosante.
El verano es para mí un tiempo de esperanza. Una amplia apertura al curso, un cielo azul y enorme. Es un tiempo de alternar el descanso con el pensamiento. Nada te distrae en verano. Es un tiempo de vivir fiestas y jolgorios, de reírte a carcajadas con los amigos. De sentirnos un poco más libres, lo seamos o no.


Pero este es un concepto de verano que poca gente en el mundo puede tener. Quizá esa mayoría de gente invisible, inaudible, que se encuentra mayormente en el otro hemisferio, tenga un verano... de Vivaldi...

22 de junio de 2012

Nostalgias en el avión

En esta vida todo tiene un precio. O eso dicen.
Viendo las nubes cubrir como una gran sábana los prados de Inglaterra, con las risas y los gritos espontáneos de un niño tras de mí, con una leve sensación de sueño que me adormece y a la vez me embriaga.
En esta vida todo tiene un precio, o eso se aventuran a decir quienes lo han pagado caro.
Para mí, todo esto es un regalo inmenso. Creo que estas vivencias, estas pequeñas experiencias surgidas una tras otra, fuera de nuestra hipotética rutina y vividas fuera de la hipótesis, me enriquecen y me ayudan a crecer. No hace falta deformar el valor de algo por lo que cueste conseguirlo.
¿Que cuál es el precio de esto? Comprobar, quizá, hasta dónde es un regalo y hasta dónde sale caro.
Y es que es evidente que la gente más experimentada suele parecer más desengañada, más pesimista, parece que la jugada les ha salido bastante cara... ¿podría ser así? Y es entonces cuando se aventuran a decir que todo tiene un precio. Pero eso es porque desgraciadamente han olvidado los regalos.
Aquellos que les son dados y los que ellos mismos dan. Se olvidan de todo, se encierran en sus fracasos o en sus errores, buscando la salida en una ironía amarga y en el conformismo. Pero es muy fácil la salida a esto.
Que miren a los ojos de quien te ha regalado algo.
Que no digan nada y sólo expresen con la mirada el significado que ha tenido para ellos.
Y finalmente, que cumplan con sus palabras lo que su mirada ya había dicho a gritos.
Conseguirán con estos tres pasos recordar ese regalo. Conseguirán además regalarle una gran, gran sonrisa a quien te lo haya dado.
Y la vida entonces se convertirá toda en un regalo. Tuyo, suyo y vuestro.
Y no tendrá precio, no. No tendrá precio...

7 de junio de 2012

Sin ojos

Lo perseguía, lo perseguía, lo estaba persiguiendo.Corría con sus cortitas piernas por delante de mí, agitando sus brazos sin sentido, sin seguir el compás de las piernas. Era gris, sí todo él era de color gris.
Me paré en seco. ¿Qué hacía yo corriendo tras un niño gris? ¿Qué pretendía?
Bajé la vista para mirarme las piernas. Se me salieron los ojos de las órbitas cuando comprendí qué estaba pasando. No tenía piernas.
Volví a mirar rápidamente al frente buscando a ese niño. Estaba a unos metros delante de mí, quieto, mirándome de frente. Era completamente gris y tenía la cara tapada por una máscara antigás. Me producía temor no poder mirarle a los ojos. Sin embargo yo era vulnerable, allí, con la mirada transparente, toda desnuda, en posición de defensa.
"No, extraña"; creí oir del niño enmascarado.
"No, extraña";  repitió al lado suyo un hombre gris con otra máscara.

Tengo y siempre he tenido estas situaciones problemáticas durante toda mi vida. Se han repetido con el transcurso del tiempo y parece que me acompañarán allá donde vaya. La gente me mira sin ojos. Ese es un problema.
Yo adoro las miradas. Las adoro con locura. Hay momentos en los que ruego y pido a alguien en silencio una mirada, una dirigida explícitamente a mí, una regalada.
¿Que qué consigo con eso? Una puerta. Una entrada (o una salida) a la intimidad del otro. Y qué importa si no lo conozco, si es o no amigo, si ama u odia. La confianza y la fidelidad a las palabras trae siempre problemas, lleva consigo el factor sorpresa de descubrir si es cierto o no lo contado. Pero si te miran, no te dicen nada. Ahí está la clave, por eso adoro las miradas: porque están rebosantes de sentido, porque tienen gran poder; no expresan un mensaje, sino una intención. Te muestran el estado inmediato en la espontaneidad de un acto tan fugaz como una mirada. Sin embargo la gente detesta la espontaneidad, detestan ser adivinados, odian tener ojos. Por eso nadie los tiene. Y es una lástima, sí, una lástima, y para mí un dolor...
No sólo es así de triste esta realidad sino que tiene una consecuencia directa también fatal. Tú dirás, qué pensará esa gente cuando encuentre a alguien con ojos, cuando les impacte la mirada de alguien que se deja ver. No soportan esa sencillez humana y les amedrenta que puedan ser vistos. Se ocultan, se tapan, huyen, y a la vez, me arrebatan la oportunidad de ver sus ojos.
Y son grises, porque sin iris no tienen color.
Y me llaman extraña, y me arrebatan el placer humano de compartir miradas.