LA CRISIS MANIÁTICA DEL ARTE
Levantó el arco en
ademán certero, rápido y pasional, y durante la eternidad de unos instantes su
brazo quedó suspendido en el aire. La corpulenta mujer que tenía delante de mí
dejó de abanicarse por primera vez durante todo el concierto; y su marido, bajo
el tupido bigote que no había parado de acariciarse de manera afectada y
erudita, tensó los labios. La mano izquierda del violinista rozaba la parte
inferior del mástil y pude observar que sus dedos, salvo el pulgar, estaban
abiertos y curvados en una posición abovedada muy tensa, por lo que pude
observar. La mano se había paralizado por completo tras el enorme esfuerzo y sus dedos mostraban una intensa y enfermiza
rigidez, en desmesurado contraste con los incesantes movimientos virtuosos que
había estado ejecutando durante todo el concierto. Su posición corporal, a
simple golpe de vista, parecía relajada. Sin embargo había algo muy inquietante
en él que acaso podríamos percibir el público de las butacas más próximas al
escenario: su mirada hacia el puente del violín, con los ojos desmesuradamente
abiertos y las ojeras prominentes. Tenía las mejillas algo hundidas y la piel
grisácea. El brillo obseso que titilaba tras sus pupilas, que asustaría a la
más enloquecida persona, revelaba el resultado de su trabajo: la crisis
maniática que le había producido el arte.
Allí se mantuvo,
pétreo, paralizado como si de miedo se
tratase, aislado de todos y de todo. Me pregunté si sería consciente de que
estábamos todos mirándole expectantes. Dirigió la mirada hacia el suelo del
escenario y al momento en el que se contrajeron sus pupilas, su cuerpo
respondió y bajó el brazo derecho que sostenía el arco.
Todo el mundo
comenzó a aplaudir con arrebato aunque yo me abstuve, paralizada por la belleza
de la interpretación que acababa de escuchar y por la figura extraña de aquel músico,
prodigioso y demacrado a la vez. El ruido de los aplausos resonaba en la sala
de forma estrepitosa, reflejando el gran entusiasmo con que el público lo
felicitaba, conmovido por la música. Pero eso no pareció importarle lo más
mínimo al violinista. Su expresión no cambió en absoluto, lo cual me resultó
algo inquietante. Alzó la mirada y la mantuvo erguida hacia delante, mirando al
vacío. Parecía serle más difícil mantenerse en pie durante el aplauso del
público que tocar de manera tan virtuosa como lo había hecho. Su cara
absolutamente inexpresiva, sus ojeras acentuadas, las pupilas minimizadas,
diminutas, perdidas, muertas. La espalda erguida en una posición tensa y
difícil, autómata, antinatural.
En el violín se
reflejaba con tal intensidad la luz de los focos que por un momento me cegó. Al
abrir de nuevo los ojos mi vista se desplazó desde los surcos de sudor que
dibujaba su camisa en las axilas hasta la mano por la que tenía asido el violín.
Tenía rasguños en los dedos y las venas hinchadas. Parecía humano, aunque
intentase endiosarse con banalidades técnicas en la ejecución. Parecía
imperfecto, aunque lo grotesco de su pose tensa y artificial y el vacío en su
mirada proclamasen lo contrario.
Le miré
directamente a los ojos tratando de encontrar en mi escrutinio aquello que
faltaba. Faltaba en aquel hombre pasión. Sí, pasión; pero pasión humana e
imperfecta; de aquella que otorga al arte ese realismo abrupto tan humano y tan
único. Pero el público no estaba aplaudiendo por haberse conmovido. En
absoluto. Ellos estaban aplaudiendo las horas y horas de perfeccionamiento, la
deshumanización, el éxtasis de una mirada vacía que, pese a su carácter
grotesco, les sorprendía de aquel modo. Yo no podía dejar de mirarle.
Y de repente
sucedió. Una lágrima le brotó de los ojos y recorrió toda su cara. Surcó la
tersa mejilla lenta, acariciándole la piel, y una vez llegó al mentón, brilló con
la luz del foco. Su rostro se mantenía inexpresivo. La lágrima cayó por inercia
chocando con el arco. Allí iba la música, a estrellarse contra la vuelta a la
realidad.
Entonces cerró
los ojos y dejó caer el violín. Silencio. El violín se estrelló en el suelo,
partiéndose en mil trozos. Saltaron algunas astillas y una cuerda. El mástil se
rompió en dos.
Se sucedió
inmediatamente ante mí un torbellino de gritos, público sorprendido, voces y
frases de asombro.
Y el violinista,
finalmente, bajó la mirada y siguió llorando.
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