11 de marzo de 2012

Sociedad

Era una niña pequeña, pero había visto muchas cosas. Parecía permanecer impasible, pero los cambios en ella eran graduales, con pequeños pasos evolucionaba poco a poco o, simplemente, cambiaba. Antiguamente había llegado a albergar en ella muchísima injusticia. Diferencias irracionales entre unos individuos u otros, discriminaciones tomadas como una práctica habitual...
Pero ahora, lo que ella vivía era una carrera constante. La gente no cesaba de correr de un lado a otro, buscando un no sé qué que se encontraba en la superación del prójimo. Competir, ganar, competir, ganar... Y cuando la gente perdía en una de estas carreras sin sentido, se desmoralizaba, le hundía el sentimiento de no haber podido superar al otro. La niña, con sus ojos negros y su mirada profunda, observaba todo ello y no comprendía nada. Potenciándose como individuos ególatras, cada uno buscaba superar (que no superarse) y ganar, sin parar a observarse a sí mismo.
¿Con qué metas corremos? ¿Con las quimeras que nos muestra el sistema?
Con unas piernas que no son nuestras...
Entonces un día, la niña, cansada ya de tanta confusión, parará a un hombre. Le preguntará entonces, gritando, si todo esto tiene sentido, si lo ha tenido alguna vez. Si lo que está haciendo en este momento tiene sentido o no, si está corriendo por él o si lo hace por un ideal impuesto, por quimeras (poder, dinero, belleza...). Si se siente él mismo cuando su objetivo es ganar, y no aprender, cuando prefiere desvivirse a costa de otros a vivir ayudando a otros.
Y todo esto lo comprenderán los ojos de la niña, que negros como el azabache, ven como en un espejo todo cuanto en nuestro modo de vida, de sociedad y de educación se encuentra.
¿Tiene sentido esta carrera de competencia?
La respuesta está en la educación.
Algún día sus ojos negros encontrarán la Humanitas...

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