25 de agosto de 2011

Antes que el huevo y la gallina, aquel grillo.



Antes del comienzo, antes de la vida y la discordia, de la tierra y del mar. Antes de la primera caricia, del primer asesinato, antes de nacer la sonrisa y de morir la calma… Antes, incluso, de todo lo que nos percatamos, existió el detonador que nos hizo percatarnos de ello.


El grillo no calló por hacernos ver cómo la noche caía sobre nosotros.

Nos regaló el suspense del atardecer

y el misterio de la oscuridad.

El grillo, en la noche, no nos observa ni se deja observar:

sabe que todos estamos locos desde nuestro principio

y moriremos en nuestro delirio de pasiones.

Sabe que los locos siempre estamos chiflados,

y el vivir paso a paso nos aturde aún más.

Sabe que nuestro corazón se marchita tras florecer

y el grillo, en la noche, alberga el rocío de la mañana.

El grillo, así, es serenidad, es calma,

es aquel presente que vive para la noche

y nos la presenta a la vez.

Por ello, no nos envidian;

los grillos siempre están allí y nosotros a ratos:

he ahí que del grillo sea la magia

de la noche, la inspiración

y del humano, la demencia...


Por Dalí, que siempre me hizo pensar en los locos. Y en locuras.

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