10 de septiembre de 2011

Un día fatídico y una luz que me amaina. Paranoia de relajación.

Frente a una noche catastrófica, ante todo el dolor que me irá causando y todas las heridas que me va abriendo, mi corazón se ha calmado. Ha comenzado la tormenta más dura que jamás haya vivido y por la que me marchitaré mil veces más de lo que me haya imaginado. Sin embargo, me he sentido impulsada inexorablemente a llorar, sincerarme y sentirme escuchada por una luz que, tras aguantar, insistir y argumentar frente a una cabeza hueca (pues todo lo alberga el corazón), me ha hecho llegar a sonreír.
Y lo repito.
Sonreír.
Esta luz ha logrado que llegara a vislumbrar la vida y su horizonte, y su infinita paciencia y su incansable sabiduría han logrado que por un momento pensara más allá del llanto. Me ha llegado a otorgar un momento de profunda calma interior que llevaba sin experimentar muchísimo tiempo, si no era nunca, y que necesitaba por la ráfaga de circunstancias que se cernían sobre mí. Concretamente, me ha apoyado de tal manera que ha creado por un momento fe en mí misma y en su poder para serenarme. En este momento ha sido cuando he respirado hondo, y comprobando que la ansiedad iba mitigándose he juntado yema a yema los dedos de ambas manos y, sintiendo el calor que desprendía mi piel y reconfortándome por ello, he comenzado a separar los dedos corazón con idéntico movimiento y con la máxima concentración que me era posible.
Resultado: un descubrimiento compartido. Una paz compartida. Serenidad, conseguida por medio de la ayuda de quien podría ser mi amigo del alma y de quien es, ahora y en estos momentos, mi salvación, mi horizonte, mi luz.

El coletero rojo, por cierto, se va ajustando curiosamente al tamaño de mi muñeca. Bellas coincidencias.

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