16 de abril de 2012

Tercera parte: el jardín de nácar

La pantera fue despertando de su lánguido sueño. Entreabrió un ojo y se estiró, todavía tumbada. Fue incorporándose poco a poco y de repente paró en seco: no había estado sola. Vio al león, tumbado, todavía durmiendo, con una profunda respiración muy pausada. Lo examinó, sorprendida, y recordó la noche de la selva. Ahora la fiera dormía plácidamente, con el pelaje resplandeciente, dorado, y con su melena loca y despeinada. La pantera decidió acariciarlo, y pasó su zarpa sobre el lomo mullido de la otra fiera. La suavidad era máxima a lo largo de su cuerpo, era cálido como el atardecer e inmensamente atractivo. La pantera, embelesada, se dejó tumbar de nuevo a su lado, apoyando la barbilla en su melena, y notó que la respiración del león iba cambiando. Levantó la cabeza, notando que se había despertado, y vio allí la mirada del león.
¿Os habéis levantado alguna vez para ver el alba y os habéis quedado extasiados viendo el horizonte?
¿Habéis probado un sorbo de agua fresca envueltos en un calor sofocante?
¿Os habéis dejado arrastrar alguna vez por las olas del mar?
Pues fue eso. Fue nácar. Fue una mirada de nácar claro y sereno, muy dulce, muy pacífica. Fue esa plenitud que vio ella dentro de él. Lo fue todo.
El león volvió a cerrar los ojos y se acurrucó junto a la pantera.
Nunca antes había visto nada tan hermoso.

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