29 de enero de 2012

Mi cielo

Quizá alguien más haya sentido alguna vez lo que sentí anoche.
¿Habrá alguien? Lo dudo, porque fue extraño, y lo espero, porque fue precioso.
Tengo razones para pensar que fue, es y será infinito. Razones que la razón no entiende, razones que el corazón encuentra. Lo estoy sintiendo, lo estoy palpando, puedo alargar la mano y agarraré sobre una nube todo el cúmulo de felicidad que encontramos mirándonos.
No sé si se podrá entender. No sé ni siquiera si yo podré entender lo que estoy escribiendo.
Quizá está demasiado vivo para quedarse en palabras. Quizá debería salir volando, al ritmo de vals, sobre un suelo de tarima y entre cuatro columnas de hormigón. Entonces esta sensación sí que se sentiría libre, sí que bailaría como nadie baila jamás, no necesitaría pasos y se guiaría por la libertad que le da la felicidad.
Quizá entonces, al mismo tiempo, mi sensación podría ser capaz de tocar en mayor el impromptu de Schubert sin haber visto jamás la armadura. Le saldría mayor, le saldría brumoso y romántico, pero mayor. Le saldría, y punto. Porque es libertad, y porque podría hacer mil cosas más. Porque ha podido mostrarme, mostrarnos, mostrarme, en la última media hora que tuvimos juntos para hablar, sentarnos y abrazarnos, un arcoíris.
Sí.
Ante su belleza, ante mi cielo, no pude evitarle mi mirada vidriosa. Éramos uno y las lágrimas, de ambos. Aún ahora me pregunto de qué serían estas lágrimas. Amor, felicidad, admiración, libertad, emoción, impotencia, iluminación, grandeza, inmensidad...
Inmensidad. Sí.
Fue aquel arcoíris inmenso que iba dibujándose en sus ojos. Su inmensa luz atravesó la inmensidad de mis lágrimas y fue apareciendo gradualmente un arco inmenso de color en nuestro cielo. Empezó, por supuesto, por el color verde, y este color bañó su mirada. Entonces las nubes fueron destapando el resto de colores y se vieron todos, absolutamente todos. Rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil, violeta...
Yo vi todos los colores de la vida.

Y para sorpresa de muchos pobres de corazón o de suerte, que no comprenden todos estos colores -porque no los habrán encontrado jamás- les revelaré mi pequeña conclusión. 

Que yo ya sé que la suma de todos los colores no es el blanco.
Y que no tengo miedo de la inmensidad si me encuentro completa.

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