25 de enero de 2012

Primera parte: La selva

El león se acerca, grave, lento, al espesor de la selva. Mantiene las orejas agachadas, los oscuros ojos brillantes y las garras tensas: sabe hacia dónde se dirige. Las hojas húmedas del suelo se oyen bajo sus garras, su melena espesa roza las de los árboles. Verde. Curva el lomo pardo y se desliza bajo los matorrales que impiden la visión de su campo de batalla, llegando finalmente a un claro cubierto de sombra por el espesor de las copas de los árboles. Él ya lo sabía, recuerda cada brizna de hierba húmeda que cubre su visión. Penumbra, silencio. Él ya conoce la sensación de sentirse acechado. De nuevo, lo tiene cercado. No puede escapar de su mirada. Un rayo filtrado de sol. Tensa de nuevo las garras. Un aire cálido, como el de una respiración ajena, acaricia el lateral de su melena. El león cierra los ojos. Se paraliza. Es un acto de rendición, ya ha regalado su vulnerabilidad: se ha desvelado. Jamás podría haber escapado de esa situación; notaba sus garras mullidas sobre el lomo, y su cálido aliento seguía avanzando por su melena. El león, completamente vulnerable, se había desarmado a sí mismo. Fue la tentación del depredador que sabe que va a ser cazado. Fue el riesgo. Nota entonces los colmillos de la fiera negra clavándose entre su melena. Levanta la cabeza y ruge alto, y se da la vuelta.
Allí estaban, desafiantes, garra con garra, y brillo con brillo sus miradas. Se dilataron sus pupilas y la invitaron a morderle más, y más, y más...

No hay comentarios:

Publicar un comentario