Me siento y regulo la altura de la banqueta. Cinco segundos mirando el teclado, recreando la pieza a tocar mentalmente. -¿Estoy lista? -¡No hay tiempo para responder! Y elevo las manos, concentrándome en la presión, el matiz y el pedal. La pieza ya me la sé de memoria.
Todos los nervios van fluyendo, diluyéndose poco a poco y transformándose en deseo. Quiero arder, deseo arder.
Comienza la melancolía de la pieza, do... Do..... DO...... Empieza a doler la sensibilidad. Si ha llorado un bebé, si ha sonado un teléfono, si alguien ha tosido, no los he escuchado. Apenas los he oído, concentración.
Cadencias: claridad, un todo armonioso; ya habrá tiempo para el virtuosismo.
Y poco a poco comienza el crescendo; máxima tensión, llegando al cénit, a la cumbre.
Aparentando que me han desgarrado el alma, una nueva cadencia se deslumbra en el horizonte. Me atropella un poco la emoción, pero he salido ardiendo.
Y vuelve la reexposición del tema con pequeñas variaciones armónicas. Fallo, me equivoco, intento ocultarlo y no pasa nada.
Y apago la música. Disminuyo, me calmo, ya he gritado mucho al mundo, ya he demostrado mi pasión. El piano calla, me mira y aplaude junto al público. Le sonrío primero a él.
Reverencia, algo clásico.
Sinceramente, separarse del piano al final es lo más costoso de la audición.
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