Pasaron dos jornadas enteras andando de esta manera. El sol quemaba al mediodía cuando la anciana paró. Ya habían pasado todos los campos de arroz y estaban en la linde de un prado verde. Ella se agachó costosamente y cogió con las manos temblorosas una flor salvaje. Él la ayudó a sujetarse y tendió su mano para alcanzar la flor. La anciana sólo sonrió. Con dos dedos, pulgar e índice, aplastó los pétalos y después los tiró al suelo. Cuando terminó de levantarse su expresión volvía a ser totalmente relajada y armoniosa. Le cogió la mano al joven y, sin mirarse, emprendieron el camino de vuelta, imperturbables.
Este camino
ya nadie lo recorre,
salvo el crepúsculo.
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