29 de diciembre de 2013

Un haiku

El joven la miraba fijamente. Su camisón blanco parecía suave como la seda. Ella se inclinó en una sutil reverencia, hasta donde le permitía su cuerpo envejecido, y le mostró una sonrisa agradable, gentil y complaciente. Tenía el espíritu lánguido y la mirada intensa de las ancianas japonesas, el gesto armonioso. La piel de dragón. Le tendió ambas manos y él aceptó la invitación. La mujer le llevó por el sendero lentamente y él pudo observar cómo temblaban los pliegues del camisón sobre la piel arrugada de su cuerpo. La elegancia de la vejez es perturbadora. Continuaron andando horas y horas. Él ya no necesitaba conocer la finalidad de sus actos. Ella era la Comprensión.
Pasaron dos jornadas enteras andando de esta manera. El sol quemaba al mediodía cuando la anciana paró. Ya habían pasado todos los campos de arroz y estaban en la linde de un prado verde. Ella se agachó costosamente y cogió con las manos temblorosas una flor salvaje. Él la ayudó a sujetarse y tendió su mano para alcanzar la flor. La anciana sólo sonrió. Con dos dedos, pulgar e índice, aplastó los pétalos y después los tiró al suelo. Cuando terminó de levantarse su expresión volvía a ser totalmente relajada y armoniosa. Le cogió la mano al joven y, sin mirarse, emprendieron el camino de vuelta, imperturbables.

Este camino
ya nadie lo recorre,
salvo el crepúsculo.

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